Las cosas por su nombre

Tenemos un problema en las democracias liberales de Occidente y se llama tolerancia. La concepción de ciudadano con la que operamos en el presente es un producto del siglo XVIII: de la Ilustración y las revoluciones francesa y americana, fundamentalmente. Es de ahí de donde heredamos el concepto moderno de Constitución como un compendio de derechos y deberes de los ciudadanos. Y de ahí surge la creencia interiorizada de que todos los ciudadanos nacemos libres e iguales. Con el tiempo uno termina descubriendo que unos nacen más iguales que otros porque el patrón sobre el que se construye esa idea de igualdad tiene una forma concreta, que es la de un hombre de clase media, blanco y heterosexual, pero en términos generales es una gran premisa para articular las sociedades modernas (que se lo pregunten si no a un campesino del Antiguo Régimen). El problema de esta forma de entender el mundo es que se termina asumiendo que la tolerancia, es decir, ver al otro como un igual, es un valor universal. No lo es en absoluto: la tolerancia es un valor relativo que debe facilitar la convivencia. El debate público es una parte integral de la vida en sociedad de las democracias liberales y en el siglo XXI estamos constatando el enorme error que supone pensar que la tolerancia forma parte de ese debate. La tolerancia es absolutamente prescindible, porque lo que realmente permite organizar y articular el debate es otra cosa y tiene que ver con la exigencia.

Si tuvieramos que plasmar las diferentes ideologías políticas en un eje temporal, nos encontramos con tres categorías: progresistas, conservadores y reaccionarios. El conservadurismo busca conservar el statu quo y el progresismo hacerlo avanzar. El reaccionarismo, por su parte, busca volver a uno anterior. El debate público, es decir, el intercambio de ideas sobre los temas que afectan a la sociedad en el presente, solo puede suceder entre posturas conservadoras y progresistas, porque son las únicas que aceptan el statu quo actual: o bien para mantenerlo o bien para cambiarlo. Los discursos reaccionarios, aunque legítimamente protegidos por la libertad de expresión, no deben ser tenidos en cuenta jamás en ese debate porque, por su naturaleza, están en contra del debate mismo.

La homofobia que tan de actualidad está estos días es el ejemplo perfecto de esto que digo. En España, a 27 de julio de 2021, el odio irracional hacia la homosexualidad está codificado en el lenguaje (tiene nombre: homofobia) y está tipificado en el Código Penal. Es decir, llevar a cabo acciones que menoscaben la integridad o la dignidad de otra persona por su orientación sexual tiene consecuencias penales, que es la mayor demostración de que un concepto puede ser algo tangible. Ese es el statu quo actual: la homofobia existe, tiene nombre y es fácilmente identificable. El debate público en torno a la homofobia, por tanto, debe ser cómo se le hace frente. ¿Hace falta más educación? Si es así, ¿involucramos aún más al sector educativo? ¿O pedimos más compromiso al sector audiovisual? ¿Es necesario un enfoque punitivo con un edurecimiento de sentencias? ¿Y cómo se gestiona la violencia que recibe el colectivo LGTB? ¿Fomentamos la respuesta violenta como forma de auto-defensa? ¿O exploramos otras alternativas? Este es el marco del debate. Esto es de lo que debemos hablar cuando hablamos de homofobia.

Las posturas progresistas en este debate insistirán en la magnitud del problema, señalarán las debilidades del sistema y harán presión para cambiarlo. Las posturas conservadores, por su parte, aceptando que homofobia existe y es un problema (el statu quo), deberán argumentar por qué el sistema está bien como está y por qué no hace falta intervenir.

Negar la homofobia, utilizar eufemismos («pudor», «tradición», «valores») o relativizar la realidad de los que la sufren («¿Eres gay? Pues muy bien, yo soy Aries») no son posturas conservadoras: son reaccionarias y es importante señalarlas como tales. Sus discursos no son invitaciones al diálogo, ni aportan nuevas perspectivas al debate, ni lo ensanchan, ni lo enriquecen: lo entorpecen, lo sofocan y lo dinamitan. Cuando hablamos de homofobia con una portada de dos chicos besándose, ellos hablan del pudor que les produce tal gesto de afecto. Nuestra labor es recordar que no están haciendo una aportación: están cambiando el marco del debate para que no hablemos de homofobia, sino de algo completamente irrelevante como ¿el buen gusto? Sus diferentes estrategias dialécticas solo buscan forzar una vuelta al statu quo anterior: a ese tiempo pasado en el que no te podían acusar de homófobo porque ese concepto no existía como tal en la sociedad. Ese es el motivo por el que se resisten a usar la palabra misma (lo mismo les pasa con «racismo» y «machismo»; haced la prueba) y ese es, también, el motivo por el cual apelo a la exigencia. Debemos ser más exigentes con nosotros mismos y empezar a llamar a las cosas por su nombre: no, no todas las opiniones son respetables. Tenemos que dejar de ser tolerantes con la intolerancia. El machismo, el racismo, la homofobia y la xenofobia son cuatro de los pilares sobre los que se sostiene la ola global de reaccionarismo que estamos viviendo —no es casualidad que sean las mismas palabras que se niegan a pronunciar— y debemos aprender de una vez por todas que lo suyo no son opiniones: son detonaciones que resquebrajan contra la convivencia. Si nuestro deber como ciudadanos es proteger el debate público, el siglo XXI nos está demostrando que el único medio para llevarlo a cabo es empezar a exigirnos que suceda dentro de los límites del statu quo actual. Hay que arrastrar de vuelta al tablero de juego a los que se consideran a sí mismos conservadores, porque solo así podremos empezar a permitirnos dejar fuera a quien, con sus opiniones, se queda voluntariamente fuera.

Porque no estoy diciendo que los reaccionarios no tengan derecho a decir lo que dicen: al contrario, es importante que lo sigan diciendo y que lo hagan libremente. Lo que digo es que los demás debemos identificarlos por lo que son e imponernos la exigencia de recordar que no son participantes legítimos del debate público.

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